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CACAU Y TÚ

Ganador de la edición 2019

 

Viajas en el Tren de la muerte, el ferrocarril lento y desvencijado que entra en Bolivia desde la frontera brasileña de Corumbá. Llegaste hace tres días procedente de Sāo Paulo, tras varios años de aventuras y desventuras por ese país tropical. Quisieras regresar a Arequipa, te sientes un poco cansado y algo decepcionado. Vienes con Cacau, tu inseparable compañero.

Mucha de la gente que os conoce no sabe que a Cacau lo construiste tú mismo y en poco más de una semana; sin experiencia en carpintería ni ebanistería. Lo tenías en tu cabeza y siempre que alguien quiere escuchar tu historia, le cuentas que te lo transfirieron unos extraterrestres amables que te abdujeron cuando salías de un viaje fantástico de hongos en un prado cerca de Ilheus. Comprobaste en la biblioteca que tus ideas sobre el despiece eran acertadas. Compraste los materiales y te pusiste manos a la obra; tenías claro el tamaño, las articulaciones y el aspecto, aun sin haber dibujado un boceto. Y no lo dejaste hasta tenerlo completo, aunque tu principal virtud no es, ni de lejos, la diligencia.

Cacau es negro; pero negro, negro. De los de labios carnosos, nariz ancha y pelo ensortijado prieto. Se ve, por su forma de vestir, que es un hombre rural. Posiblemente jornalero en los campos de cacao de Bahía, descendiente de esclavos. Y tú, Lázaro, desde hace años luces una melena lacia que ahora sujetas con una cinta alrededor de la frente. Eres flaco y pálido. Y lo mismo en el color de piel que en el carácter Cacau y tú sois antagónicos. Por eso os pasáis la vida discutiendo. Cualquiera que sea el tema que venga a colación, tenéis visiones tan distintas que, casi invariablemente, degeneran en acalorada disputa.

En un primer momento la gente del tren se ha extrañado al verte discutir con un muñeco vestido con peto vaquero muy desgastado y una camisa a cuadros que, algún día lejano, fue roja. Tu vistes tu camisa ancha blanca, confeccionada con tela de saco de azúcar, con cuello en pico y sin botones.

Habláis entre vosotros con tal naturalidad que a la tercera frase los espectadores ya han olvidado que tu amigo Cacau no es más que una marioneta.

Tú, Lázaro, eres un hippie soñador y confiado al que entusiasma moverse de un sitio a otro sin más motivo que el gusto de hacerlo, disfrutar de los paisajes, conversar con los lugareños y brindar con la bebida local. Cacau te reprocha siempre que lo sacases de su hogar, a pesar de los años sigue mostrándote su rencor. Asegura, en público, que lo tienes secuestrado, que le obligas a dormir en una bolsa en posturas imposibles. Para Cacau son valores importantes el trabajo y la familia, su hogar en un solo pueblo, los atardeceres en la baranda de la casa sobre un balancín después de la cena con la mujer y los hijos. Tú, Lázaro, huiste para siempre del tormento de la casa de tus padres en Arequipa cuando justo habías cumplido los trece años. Desde entonces, lo más parecido a una familia que has tenido es este negro gruñón que se toma las cosas tan a pecho, mientras tú lo tomas todo a guasa.

A Cacau no le gusta nada que salgáis de Brasil, que sin duda es su país. Y así te lo reclama delante de todos. Tú argumentas, aun sabiendo que no le convencerás, que le sentará bien conocer mundo, ver otras tierras, otras gentes. Y él te grita que desde que estáis juntos no habéis parado más de dos meses en un mismo lugar. No le vale que haya sido siempre recorriendo Brasil, para Cacau la verdadera patria es su pueblo pequeño.

Si el asiento contiguo no queda libre, acomodas a Cacau sobre tu muslo o en el regazo. Él prefiere sentarse en tu pierna porque así puede girar la cabeza y mirarte a la cara cuando habláis.

—¡Me tiene secuestrado! —le ha gritado Cacau a la señora que acaba de ocupar el asiento contiguo.

Se han acercado unos niños atraídos por vuestra charla, quieren veros más de cerca y también un señor se ha levantado con la excusa de vigilar a su hijo. Al final todo el vagón está pendiente de vuestra charla. Y el tedioso viaje, rodeados por la fronda del camino, se ha llenado de carcajadas y complicidad.

Ante las acusaciones de tu pequeño compañero negro, has tenido que explicar en voz alta, que todo eso es falso. Que te han encargado su custodia porque en el pueblo el viejo Cacau se estaba dando a la bebida más de lo conveniente y tú te has ocupado de que ahora ya no vuelva a tomar cachaça.

—¡Mentira, eso es mentira! —te ha gritado Cacau—. Yo nunca he sido un borracho. Todos los jornaleros bebemos, ¿quién no sabe eso?, pero no es para olvidar, es la costumbre de los campos de cacao, siempre se ha hecho. Ahora sí que necesitaría beber para olvidarme de ti, ¡cara de cera!

Muchas veces te han explicado personas que entienden del espectáculo lo bien que podrías vivir si te organizaras y actuases en los mejores pueblos. Pero no sabes de qué te serviría ese dinero que suponen ganarías si te faltase tiempo libre para gozar mirando horizontes o zambulléndote despreocupado entre las olas. Al público le divierte presenciar vuestras trifulcas ocurrentes y son generosos con sus monedas. ¿Qué más quieres? Con eso ya os vale. Al menos a ti. Cacau querría juntar dinero para volver a casa y te reprocha que gastas demasiado en marihuana.

El ferrocarril, en ciertos tramos, va tan despacio que algunos pasajeros, aburridos, se bajan y caminan a zancadas pudiendo mantener la marcha del convoy. A ti la lentitud no te molesta, te permite oler la vegetación al paso. No tienes prisa, ni siquiera reloj. Y Cacau contigo se ha acostumbrado a no hacer nada, a salirse del tiempo para flotar en un espacio de ensoñación permanente. Así transcurre vuestra vida.

Desde este tren asmático veis pasar cada una de las pequeñas estaciones, en todas suben y bajan viajeros empujando sus bultos. Los últimos que han subido en la estación de Chochis tienen la oportunidad de asistir a vuestra hilarante discusión final. Pronto, todo el vagón se mueve en el oleaje de carcajadas. En la discordia, Cacau se obstina en la idea de vivir para siempre en un solo lugar, en tener una casa, mientras tú insistes en lo maravilloso de ser un pájaro libre. No es la primera vez que te califica de «pajarraco», pero en esta ocasión te ha herido y en respuesta le has llamado «cagarro negro». Lamentas después, demasiado tarde ya, haberte excedido con el insulto y no poder borrar tus palabras. Quizás por eso, o por la empanada que comiste en la estación de Corumbá, se te han soltado las tripas y tienes que correr con urgencia al retrete. Sabes que estáis llegando a San José de Chiquitos y no te gusta nada entrar en una estación con los pantalones bajados. Pero no lo puedes evitar ni retrasar. Algo te ha sentado mal y tu vientre ruge. Cuando parece que has acabado la faena, no has terminado aún de vestirte y tienes que agacharte de nuevo. Tres veces. El tren aminora la marcha para su próxima parada, las risas persisten en el vagón aunque haya cesado ya vuestra polémica.

Por fin sales del wáter. Cuando puedes volver a tu asiento, el convoy se ha detenido ya del todo. Ves que Cacau no está en el sitio donde lo has dejado. Revisas todas las filas del vagón, compruebas en los portaequipajes. Miras angustiado por la ventanilla. A un lado, al otro, preguntas a los viajeros si alguien lo ha visto, te fijas en lo que la gente lleva en las manos. Caminas arriba y abajo por el vagón, revisando cada rincón. No localizas a Cacau por ninguna parte. Te empiezas a preocupar. Dudas si apearte del tren cuando suena el silbato que anuncia la salida. La locomotora empieza a moverse. Tienes que decidirte ya. Pero te falta determinación, no estás habituado a reaccionar rápido. Aún no le has encontrado, sientes el galope en el pecho; no apartas la vista del trajín de la estación. El tren va tomando velocidad muy poco a poco, por fin ves a Cacau. Camina solo por el andén. Va despreocupado, contando unos cuantos billetes que lleva en las manos. Sin duda los ha sacado de tu mochila convencido de que también le pertenecen.

Francisco Javier Sendín Azanza