Levántate y anda
Ganador EX AEQUO de la edición 2025
Cuando mamá resucitó decidimos mantenerlo en secreto. Papá dijo que, en un pueblo tan pequeño, salir por las buenas del ataúd podría verse como una desconsideración y que había que intentar mantener las formas con los vecinos. Fue difícil ocultar el fenómeno porque, cuando se han pasado cinco años enterrada, lo primero que se quiere es salir y tomar el aire. O ir a la peluquería, porque el pelo suele quedar hecho un asco. Asunción y papá, con buenas palabras al principio, continuando con argumentos de peso y, finalmente, mediante amenazas, consiguieron que mamá se quedara encerrada en el corral.
Las primeras semanas no quería acercarme a mamá. Porque me recordaba a una lámina del catecismo en la que Lázaro salía del sepulcro. Y, cuando miraba el dibujo, unas veces me parecía que quería abrazar a Jesús y, otras veces, que intentaba atacarlo. Pero, con el tiempo, comprendí que no todos los resucitados son iguales. Mamá se había comportado mejor de lo que uno esperaría en su situación: se las había apañado aquella noche para salir del cementerio de Segovia y parar un taxi que la trajo al pueblo. Al llegar a casa, en lugar de atravesar una pared y así exhibirse innecesariamente, llamó al timbre y pidió dinero a papá para pagar al taxista. Dicho esto, no es sencillo tener una resucitada en casa. Por ejemplo, en cuanto al olor: me resulta difícil escribir algo feo de mi propia madre. En contra de lo que una pudiera pensar, no se trataba de algo que oliera a podrido ni a descomposición. Era más bien parecido a encerrarse en un armario mal ventilado, donde se hubieran guardado las maletas de cuero que ya no se usan. Dejando a un lado ese problema, si antes de morir su carácter era horrible, descubrir que su marido llevaba dos años casado con otra no le había mejorado el humor. Papá intentó explicarle que el tiempo que había pasado viudo era suficiente para intentar retomar una vida normal. Pero, al parecer, mientras estás muerta, las horas se pasan volando. Por si fuera poco, resucitar no la había favorecido y Asunción era mucho más joven que ella. No es que antes de morir fuera una belleza, pobrecilla. Pero ahora tenía una mirada extraviada y no hacía el menor esfuerzo por no poner los ojos en blanco. Además, mantenía la boca siempre muy abierta, como en un continuo grito de terror. Todo ello causaba una impresión horrible. Demasiado bien se tomó Asunción tener que convivir con la esposa de su marido y, encima, recién salida de la tumba.
Las dos mujeres de papá no tenían una relación fácil. Ya he dicho que mamá no atravesaba las paredes, aunque se movía sigilosa por la casa, las pocas veces que le permitíamos salir del corral. Cogió la mala costumbre de acercarse y, por sorpresa, tirarle unos buenos pellizcos a Asunción. Con las uñas que tenía, más de una vez le causó un forúnculo en el brazo. Papá, como es lógico, le tenía aún cariño y pasaba por alto estos detalles de rebeldía. Pero Asunción y él tuvieron que empezar a dormir en habitaciones separadas. Mamá se las apañaba para escaparse por las noches y, desde la puerta del dormitorio grande, mirar cómo dormían. No era algo que les permitiera descansar muy bien.
Desde el principio papá nos advirtió que no habláramos con ella de su experiencia. Se ve que, nada más volver, papá se había interesado por sus años en la tumba. De lo que mamá le contó, no nos comentó nada. Un día en el que nos quedamos las dos solas aproveché para preguntarle cómo era aquello de morirse. Se quedó callada un buen rato, los ojos bizqueando con esa mirada atónita que se le había quedado. Con la voz muy ronca me explicó que a lo que más se parecía la muerte era a estar en la sala de espera de un dentista. Pero en una clínica donde no oías el ruido del trompo ni los gritos de los demás pacientes, sino donde te ahogaba un silencio espantoso. Y eso que había otras personas esperando, pero la mayoría de ellas lo que hacían era simular que hojeaban las revistas y no abrían la boca. Lo que me contaba no me parecía tan malo y, ahora mismo, no me preocupa morirme. Pero cuando hablaba de aquello se le cruzaban más los ojos y la carne del cuello se le hundía. El pecho se le hinchaba, queriendo llenar de aire unos pulmones que ella aún notaba cargados de tierra.
Lo peor de su condición era el hambre voraz que la dominaba. Decía que lo terrible de la muerte no es estar en una tumba, convivir con gusanos ni que te falte el aire. El principal incordio de estar muerta, contaba, era no poder comer lo que una desea. Así que, para mantenerla tranquila, la atiborrábamos con todo lo que se le antojaba: milhojas muy finas de nata, tocinos de cielo, sultanas de coco, pan de higo o pastelitos de gloria. Porque parece ser que los muertos sobre todo echan de menos los dulces. Siempre estaba inquieta por la falta de azúcar y, cuanto más nerviosa se ponía, más pellizcos le caían a Asunción. Recorríamos todas las pastelerías de la comarca porque en el único obrador del pueblo se habrían extrañado de que nos gastáramos todos los días quince pesetas en dulces. Además, así podíamos ofrecerle más variedad.
esde que papá se casó con Asunción, las cosas iban mejor en casa. Porque ella trabajaba en un taller de costura y también en la cooperativa del pueblo. Ahora, había dejado esos empleos para cuidar a mamá, ya que no podía valerse por sí misma. Tenía toda la paciencia del mundo e incluso remendaba los camisones de mamá que, acostumbrada al sudario, no toleraba la ropa normal. También encontraba tiempo para sentarse a cepillarle el poco pelo que le quedaba, asearla un poco y conseguir, de la mejor manera, que fuera una resucitada presentable. Toda la familia tenía que poner de su parte, para que no se notara que convivíamos con una resucitada, para contener sus arrebatos de furia y para poder permitirnos las golosinas que necesitaba.
Y es que, superado el miedo que causa vivir con una resucitada, te entra la curiosidad. Mamá pasaba la mayor parte del tiempo en el patio trasero y yo a veces la contemplaba desde el altillo. Al principio me parecía que no pisaba el suelo al andar. Pero si una se fijaba en los pies descalzos, se notaba cómo llegaban a acariciar levemente las losas del patio. No lo hacía con intención, era solo que no era capaz de elevarse por completo. El efecto, de todos modos, era bastante impresionante. En otras ocasiones se acercaba con sigilo al gato, que dormía la siesta debajo del limonero, y el pobre daba un salto tremendo al despertarse. Se le erizaba el lomo solo de verla. Como ella lo seguía dando vueltas por el patio, el animalito buscaba algún sitio tranquilo donde esconderse, a veces en el desagüe atorado del aljibe. Podían pasar varios días sin que lo encontráramos después de alguna de esas persecuciones.
El caso es que poco a poco volvíamos a ser una familia normal, aunque con las estrecheces que provoca mantener a una resucitada. Papá había cogido otro turno en la fábrica y, ni aun así, le salían las cuentas. Entre eso y las malas noches que le daba mamá, tenía unas ojeras de aúpa. Fue un día contemplándola en el corral, cuando pensé que se podía sacar algún beneficio de tener una resucitada en casa. El plan se me presentó de improviso. Fue como cuando estás bloqueada en un examen y la respuesta se ilumina en tu cabeza, igual que el letrero de la gasolinera. No me gustaba desobedecer a papá o a Asunción aunque, como decía el padre Ángel, a veces el fin justifica los medios.
Estábamos tres o cuatro niñas reunidas en el recreo cuando les conté todo y les ofrecí acompañarme a casa para espiarla por la cerradura de la cochera. A cambio, me tendrían que dar tres pesetas cada una. Al principio no me creyeron, porque eran de mi edad y me recordaban llorando aquellos días del velatorio. Se acordaban, incluso, de sus padres yendo al entierro de mamá. Pero estaban intrigadas y solo tuve que añadir los prodigios que mamá realizaba para animarlas a venir. Les describí cómo levitaba —confieso que ahí exageré un poquito—. Les dije además que era muy divertido verla perseguir al gato con los brazos extendidos de sonámbula y los ojos en blanco. También el balbuceo que se traía entre dientes cuando estaba sola: que por qué no me llaman si mi cita era a las cinco, que aquella otra bruja seguro se había colado y cosas así.
Reuní a las cuatro que me daban más confianza, niñas que no eran nada chismosas y las conduje hasta la entrada trasera donde, por turnos, fueron asomándose para verla. Con la boca abierta se daban codazos para volver a mirar, tapándose las bocas con las manos. Si mamá se acercaba al portón, contenían la respiración, blancas como la cal del muro y ahogaban un gemido de terror. Pese al pánico que mamá provocaba cuando la veías por primera vez, solo se marcharon cuando oyeron los gritos que las llamaban para la merienda. Para justificar el dinero que estaba ganando, les conté a papá y a Asunción que estaba recogiendo cartones y llevándoselos al Samu, que los compraba al peso en la calle Ancha.
Y así podía haber seguido con el negocio, pero no sé cómo, la novedad se propagó por el colegio. Por suerte, no entre los profesores, pero muchas niñas que no conocía me abordaban y me suplicaban acompañarme para espiar a mamá en el corral. Tuve que organizarme y preparar una lista en un cuaderno Rubio que me sobraba. Les pedí a las nuevas que, como mucho, siguieran viniendo de cuatro en cuatro. Al principio disfrutaron de lo lindo con el espectáculo secreto. Porque, una cosa es ver una película y otra que una resucitada de verdad se quede husmeando a un metro de ti, porque ha notado cerca un olor distinto. Sin embargo, con el tiempo comenzaron a cansarse y preguntaban si, además de asustar al gato y caminar con los brazos levantados y los ojos en blanco no hacía nada más. Y que ni siquiera levitaba como otros resucitados, sino que habían observado cómo las suelas de las zapatillas de estar en casa rozaban el piso del corral. Algunas le perdían el respeto; querían entrar y provocarla para que las persiguiera por el patio.
Me terminaron pillando. Algunas niñas le lanzaron comida por encima de la tapia, una tarde en la que yo había salido a unos recados. Asunción la sorprendió recogiendo fruta podrida del suelo para comérsela. Pobrecita mamá, siempre andaba con hambre. Aquella noche me llevé una buena tunda con la correa, porque papá no me dejó explicarle que las doscientas pesetas que gané nos vendrían estupendamente para comprarle más dulces a mamá.
Antonio José Cano