Siete Mares
Ganador EX AEQUO de la edición 2025
1
Como los días de la semana. Ni seis ni ocho, siete.
2
He decidido no ahondar en mi infancia. Sé que todo está ahí. La infancia encapsula nuestro futuro y esta angustia nace de un recuerdo. También debo confesar que intenté escribir ese recuerdo y no pude. Desistí. No me rindo, para nada, solo procuro buscar otro atajo. Más fácil quizás, menos desgarrador.
La historia que escribí y que no me salió bien empieza así: «Hay personas con tal de posar la cabeza sobre la almohada inician un viaje». Durante un tiempo la frase fue convincente, aunque demasiado larga. Arriesgada. Una temporada —tal vez tres o cuatro meses— sustituí este comienzo con este otro: «Dormir también es vivir». Menos mal que los deseché. Ahora los dos me parecen cursis, insustanciales. Sobre todo, el primero. A mi marido le gustaba la segunda frase. Recalcaba que el también en medio le otorgaba agilidad. La agilidad hace que la frase tenga cuerpo propio, solía decir. Con los años dejó de opinar. Y nunca supe a ciencia cierta a qué se refería. ¿Agilidad para qué, para quién? Tampoco sé si la frase quedaría mejor con el adverbio movido un centímetro a la derecha. «Dormir es también vivir». Creo que la primera me suena mejor. No, me cansa volver a discutir este asunto. Ya tomé una decisión.
La historia dejó de convencerme cuando percibí que quien la narraba ya no era yo. Mi voz resonaba lejana, contrahecha. Como el vuelo errático de un vencejo tullido, con el ala izquierda cercenada.
Soy Sara y nací en Madrid. Revelar mi lugar de nacimiento desde luego no es ahondar en la infancia. Es un mero dato. Igual que anunciar que calzo un treinta y nueve o que me encanta el chocolate negro. Son datos que me persiguen y aspiran a definirme sin éxito. El fracaso a menudo es una sucesión de datos que nos encierran en jaulas invisibles. En realidad, da igual dónde naciera, pero causalmente es en Madrid donde sitúo mi recuerdo. El recuerdo que no quiero contar, claro.
3
Cuatro días apagada. El martes me jubilé. Mis compañeros llevaron saladitos, queso extranjero, lomo embuchado, una tarta San Marcos congelada. Alicia me regaló un cuaderno. Para tu nueva aventura, dijo. Descorcharon dos botellas de vino. Reserva, del bueno, dijo Julián. Entre todos recordaron viejas anécdotas. Rieron. Una anécdota me dio mucha vergüenza. Disimulé. Me abrazaron. Me besaron. Me desearon felicidad y descanso. Descansa mucho ahora que tendrás tiempo. Te echaremos de menos, dijeron todos, aunque cada cual usó su propio lenguaje. Reímos. Cuando llegué a casa, me quité el abrigo y los zapatos en la puerta y, aún de pie, sin encender la luz y con las llaves en la mano, rompí a llorar. Hacía treinta y cuatro años que no lloraba tanto. Toda mi vida profesional. Me puse el pijama y me metí en la cama sin cepillarme los dientes y sin esperar a Andrés.
Y de repente es sábado. ¿Y ahora qué?
El fin de semana es un abismo. Es la antesala del fin del mundo.
El fin del mundo es lunes. Huelo mal. Me ducho. Huelo bien y sigue siendo lunes. El cambio no conforta, aflige. Varía el olor y permanece la melancolía. Antes los lunes eran pesados y grises por ir a trabajar. Hoy es sombra y recuerdo, desgana ante el precipicio. En mi apartamento no da el sol. Los rayos de luz alcanzan la mesa del salón a las tres de la tarde. Antes de las cinco y media anochece. Apenas dos horas de fotosíntesis para mi sansevieria. Sé que la planta lo agradece. El brillo de sus hojas carnosas me habla, me interpela. Me sonríe y la rehúyo. Es enero y Madrid despliega sus alas de invierno. Suena el móvil y no lo cojo. Es mi hija. Vuelve a llamar. Dudo si contestar. No lo hago. Me deja un audio de WhatsApp: «Solo quiero saber cómo estás, mamá. Si no quieres hablar, no pasa nada. Y, si te apetece, mándame un corazón para saber que sigues viva». Acompaña el audio con una carita sonriente rodeada de corazoncitos y otra que sonríe y guiña. No puedo resistir la ternura. Al rato la llamo y me habla de sus hijas, de mis nietas.
Me cuenta al detalle lo que hicieron el fin de semana. Omito hablar del mío. No hay nada que resaltar. Le digo que la quiero mucho para que no sospeche. Menos mal que la sospecha se ausenta cuando las tareas acucian, cuando no sobra tiempo.
Para no sentirme culpable con mi hija preparo lentejas. Me faltan tomates. No me apetece bajar a la frutería. No me salen ricas. Lleno el plato hasta arriba. No lo acabo. El resto lo congelo. El congelador de mi nevera es como Cronos, devora a sus hijos, detiene la vida. Ojalá pudiera meterme también dentro.
4
—Ahora podrás hacer lo que siempre quisiste, recorrer tus siete mares —dice mi hija por teléfono.
Mis silencios ya no producen el mismo efecto. Siento que se precipitan por un pozo sin eco y, por más que agudice el oído, no logro descifrar si el pozo tiene fondo. El silencio apenas es perceptible si al final de su trayectoria no impacta contra una superficie sólida. Y no hay solidez a mi alrededor. La fragilidad ha convertido mi presencia en una sospecha. Noto como Silvia comprime el rostro al otro lado del teléfono, sé que disimula su preocupación mientras juguetea con un mechón de cabello con el dedo índice. La veo arrastrar levemente las pantuflas mientras examina con rigor el suelo entarimado por si encuentra migas o alguna mancha, alguna pista que limpiar. Es mi hija y gran parte de sus gestos son heredados. Los genes transmiten incluso la intuición. De mí heredó la capacidad de interpretar los silencios. Nunca le molestan, siempre fueron nuestro rincón compartido. Silvia es capaz de estar contigo sentada en el sofá durante horas sin intercambiar una palabra. Es una actitud que con la edad supo transformar en fortaleza. La respiración al teléfono filtra esa energía. Aspiro el aire con la esperanza de que parte de esa fuerza acabe en mis pulmones y luego circule por mis venas. Mis nietas también han heredado esta virtud, pero son pequeñas y no se les nota todavía. De mi marido, Silvia heredó su sentido práctico, hacer listas antes de ejecutar planes, no achantarse ante los desafíos de cada lunes.
—Ya, eso pienso hacer —contesto no muy convencida.
Eso pienso hacer, repito hacia mis adentros para convencerme un poquito más.
―No vas a perder nada si retomas tus siete mares.
―¿Tienes a las nenas cerca?
—Espera… Niñas, venid a saludar a la abuela.
—Abuela, ¿cuándo vendrás a vernos? —dice una de las gemelas.
Dudo si es Mayra o Paula. Llevo tanto tiempo sin oírlas hablar que me cuesta distinguirlas.
—Pronto, cariño, pronto —digo al mismo tiempo que me derrito con la suavidad de sus voces inocentes y alegres.
El sonido de toda una vida por delante. La verdadera voz del lunes.
5
La ética de una trabajadora es su horario, ¿y la de una jubilada? Cuelgo el teléfono y corro la cortina de la ventana del salón. Paseo por las habitaciones sin destino fijo. Evito mirar el reloj. En la cocina me sirvo un vaso de agua. Me detengo delante del espejo del baño. Luego acabo enfrente de la misma ventana del salón. La abro de par en par, aireo la casa y mi vida. Al sol le falta un buen rato para decidir si asomarse o no por este trozo de tierra. Su ausencia adquiere la apariencia de una condena. El paisaje de la calle es el mismo desde hace años. Seguro que hay detalles insignificantes que mudan cada noche, cada minuto. Grietas en las fachadas que se ensanchan, flores en macetas colgando de alfeizares que se marchitan, cables de farolas que se descuelgan. Existencias, igual que la mía, que pasan inadvertidas. Perviven de paréntesis en paréntesis. Por la misma razón, creo que una forma de recrear el pensamiento de una jubilada es reconstruir su itinerario de pausas, las que median entre una actividad y otra, entre una preocupación y su desenlace, entre una alegría y su impacto.
Soy una jubilada y me predispongo a vivir como tal.
—Abuela, ¿cuándo vendrás a vernos? —dice una de las gemelas.
Dudo si es Mayra o Paula. Llevo tanto tiempo sin oírlas hablar que me cuesta distinguirlas.
—Pronto, cariño, pronto —digo al mismo tiempo que me derrito con la suavidad de sus voces inocentes y alegres.
El sonido de toda una vida por delante. La verdadera voz del lunes.
5
La ética de una trabajadora es su horario, ¿y la de una jubilada? Cuelgo el teléfono y corro la cortina de la ventana del salón. Paseo por las habitaciones sin destino fijo. Evito mirar el reloj. En la cocina me sirvo un vaso de agua. Me detengo delante del espejo del baño. Luego acabo enfrente de la misma ventana del salón. La abro de par en par, aireo la casa y mi vida. Al sol le falta un buen rato para decidir si asomarse o no por este trozo de tierra. Su ausencia adquiere la apariencia de una condena. El paisaje de la calle es el mismo desde hace años. Seguro que hay detalles insignificantes que mudan cada noche, cada minuto. Grietas en las fachadas que se ensanchan, flores en macetas colgando de alfeizares que se marchitan, cables de farolas que se descuelgan. Existencias, igual que la mía, que pasan inadvertidas. Perviven de paréntesis en paréntesis. Por la misma razón, creo que una forma de recrear el pensamiento de una jubilada es reconstruir su itinerario de pausas, las que median entre una actividad y otra, entre una preocupación y su desenlace, entre una alegría y su impacto.
Soy una jubilada y me predispongo a vivir como tal.
6
La memoria es un manantial. A veces se desborda y arrastra verdades a su paso.
―Me voy a pasar una temporada con Silvia.
―Pero… ¿volverás? ―pregunta Andrés.
―Cuando vuelva nos divorciamos.
Después, un silencio familiar.
Tres mares hacen este diálogo. El mar de la travesía. El mar de la duda. El mar de la decisión.
Y yo aprendí a nadar de niña. Pero no, no quiero ahondar en la infancia.
La memoria es un manantial. A veces se desborda y arrastra verdades a su paso.
―Me voy a pasar una temporada con Silvia.
―Pero… ¿volverás? ―pregunta Andrés.
―Cuando vuelva nos divorciamos.
Después, un silencio familiar.
Tres mares hacen este diálogo. El mar de la travesía. El mar de la duda. El mar de la decisión.
Y yo aprendí a nadar de niña. Pero no, no quiero ahondar en la infancia.
7
Atravesar el océano en avión sin apenas ver el mar desalienta. Directa de Madrid a Ciudad de México, de tierra a tierra. Asistir, sin embargo, en el aeropuerto al espectáculo de mis nietas corriendo hacia mí con sonrisas y brazos abiertos es como ver una ola acercándose antes de inundarme de felicidad.
La primera noche, después de la cena, Silvia me pide que acueste a las nenas.
―Porfa, abuela, porfa… y nos lees un cuento ―dicen las dos al unísono.
―Mejor cuéntales tus siete mares ―sugiere mi hija.
Metida cada una en su cama y las dos con los ojos expectantes debajo del edredón, carraspeo para encontrar mi voz.
―Una persona pasa la vida entera solo en dos sitios, en la infancia y en su imaginación. Para ir de un sitio a otro hay que cruzar siete mares.
—¿Y pueden ser ocho? —dice Mayra.
—¿O seis? —añade Paula.
—Ni seis ni ocho, deben ser siete. Como los días de la semana.
Mohamed El Morabet